Aquí estoy, de pie en medio de mi habitación, pintada en tonos rosas. Comparto este espacio con mi hermana menor, Layan, de 14 años: nuestras camas individuales marcan el territorio de cada una en lados opuestos del cuarto. Mi rincón está lleno de libros de Shakespeare y Emily Bronte, el suyo de pinturas y obras de arte descoloridas por el sol.
Me encuentro a mi misma recogiendo pedazos de mi vida, dejando atrás cosas que alguna vez creí nunca me abandonarían.
Mi bufanda verde favorita de invierno, la que me regaló mi madre, está guardada dentro de mi vieja mochila. Antes se abultaba con libros de mis clases de Literatura Inglesa en la Universidad Islámica de Gaza, pero ahora solo lleva lo que puedo cargar conmigo.
De fondo, se escucha el eco del fuego de artillería israelí. Afuera, el zumbido perpetuo de los drones nunca cesa. Dentro, intento prepararme física, mental y emocionalmente para dejar mi hogar de la infancia.
Ahora miro mi casa en el barrio Sheikh Radwan, en Ciudad de Gaza, de manera distinta. A pesar de los daños causados por los bombardeos, las ventanas rotas y las paredes agrietadas, me parece el lugar más hermoso y reconfortante del mundo.
Hace apenas unos días, los medios israelíes anunciaron: “Los soldados van a comenzar a evacuar a 800.000 ciudadanos el domingo 24 de agosto”. Cuando escuchamos esto, sentimos que nos rompíamos en pedazos.
Mi ciudad espera envuelta en la incertidumbre, mientras los medios israelíes libran una guerra psicológica contra nosotros, plenamente conscientes de lo profundamente heridos que ya estamos.
En apenas unos días, se espera que dejemos atrás la ciudad donde hemos sobrevivido, pasado hambre, amado y reído. Aquí hemos sonreído, y aquí también hemos llorado.
Mi abuelo construyó nuestra casa familiar en 1977, cuando mi padre tenía apenas un año. Todos crecimos en este hogar: mi padre y mis tíos se criaron aquí e incluso se casaron aquí.
¿Cómo podríamos simplemente decir adiós a un lugar que nos acompañó en tantos momentos? Nunca nos dejó sentirnos derrotados, nunca nos abandonó, aun cuando todo el mundo sí lo hizo.
Hace semanas, el gobierno israelí aprobó un plan para ocupar la Ciudad de Gaza, el último bastión de Hamás, o eso dicen.
Muchos, como yo, recorremos las calles buscando provisiones y seguridad, sintiendo la inutilidad de las palabras. Miedo, impotencia, silencio y dolor inundan nuestros corazones y mentes.
Nuestras llamadas y mensajes giran en torno a cómo resistiremos el inminente desplazamiento. Compartimos el dolor juntos, intentando mantenernos fuertes unos por los otros. Nos aferramos a una sola verdad: que Allah (Dios) nos ve y nos comprende mejor que nadie.
Entre la fe y el miedo
Ayer llamé a mi abuelo materno, tiene 70 años y está ahora desplazado al oeste de Ciudad de Gaza. Le pregunté si tenía un plan de evacuación, y su respuesta me dejó atónita: “Mi nieta”, dijo con firmeza, “no nos fuimos cuando llegó la primera orden de evacuación en octubre de 2023, ¿por qué habríamos de irnos ahora?”.
Sus palabras fueron firmes, pero me dejaron aún más confundida. Tiene toda la razón, y sin embargo esta vez se siente diferente, más real.
Si decidimos quedarnos, casi con certeza seremos atacados por soldados israelíes llenos de odio hacia nosotros, los palestinos de Gaza.
La mayoría de mis amigos y parientes piensan igual que mi abuelo.
Pero mi familia lo ve de otra manera. Creen que la evacuación es necesaria, impulsados por el recuerdo del 6 de diciembre de 2024, un día que lo cambió todo.
Los tanques israelíes rodearon nuestra casa, y fuimos testigos del ataque con nuestros propios ojos. Dos de nuestros vecinos murieron mientras buscaban agua. Mi familia —los 32 de nosotros, incluidas mis tías, tíos y primos— nos apiñamos en el sótano para protegernos. Pasamos allí tres días sin provisiones, ni siquiera agua. Aún recuerdo el delirio de la sed.
Sabemos exactamente lo que significa un asedio israelí. Esa experiencia dejó cicatrices profundas que nos persiguieron durante meses. Mi madre, decidida a protegernos de revivir ese sufrimiento, insiste en que esta vez debemos irnos a Al-Zawaida, en el centro de Gaza.
Pero no es tan fácil.
Pedazos de mí misma
No estoy dejando atrás objetos o cosas sin importancia. Estoy dejando pedazos de mí: mis recuerdos, mi escuela primaria, mi universidad, mis libros, mis escritos, mi hogar.
Incluso entre ruinas y escombros, recorro las calles de mi ciudad tomando fotos de todo lo que podría ser borrado por la mano de los soldados israelíes.
No sé adónde huiremos, pero sí sé quiénes somos.
Somos un pueblo de raíces profundas, de familias educadas, de dignidad, de madurez, y con una fe inquebrantable en nuestra tierra.
Pido a mis amigos en el exterior que me recuerden, que recuerden mis escritos y mi testimonio de esta ofensiva brutal. Mi instinto me dice que estoy viviendo algo inimaginable, una realidad insoportablemente cruel.
Mis ojos se llenan constantemente de lágrimas, y el dolor de mi corazón me sobrepasa: no puedo soportarlo.
Lo único que nos espera ahora es una tienda de campaña: no un hogar, no un lugar al que pertenecer, solo un refugio de lona que reduce nuestras vidas al exilio.
¿Por qué debe pasar esto mientras mi habitación aún está en pie, esperándome para quedarme en ella? ¿Por qué tiendas de campaña? No quiero irme. No quiero una tienda. Quiero mi hogar y nada más.
Por favor, no miren hacia otro lado. Mantengan sus ojos en Gaza. Elijan decir la verdad. No permitan que un lugar que alguna vez estuvo lleno de vida, amor y esperanza sea olvidado. Incluso en medio de la destrucción, aquí aún laten los corazones.