La abuela y el ingeniero que transforman vidas en barrio marginal argentino
Ella tiene casi 90 nietos. Él trabaja en una metalúrgica. Juntos lograron en Córdoba, Argentina, convertir un asentamiento cercano a un basural en un barrio con calles. Y esto, dicen, recién empieza.
Asentamientos, villas miseria, campamentos, favelas o barrios marginales: cada país en Latinoamérica tiene un término para nombrar territorios de precariedad donde viven millones de personas. Las sucesivas crisis económicas de Argentina en las últimas cuatro décadas han dejado un tendal de indigencia y pobreza en las periferias de grandes centros urbanos. La ciudad de Córdoba, con casi dos millones de habitantes, no es la excepción.
Para los vecinos de estos barrios las opciones laborales son escasas. Las mujeres, las pocas que cuentan con trabajo, tienen empleos domésticos como cuidadoras o son cartoneras. Para los hombres es la construcción, como obreros rasos o, también ellos, cartoneros.
Recolectar cartones para reciclarlos es un oficio que en Argentina se masificó a principios de siglo, con la gran crisis del 2001: consiste en recorrer la ciudad buscando materiales reciclables que luego venden por kilo a los grandes acopiadores. Con el tiempo, algunos cartoneros se organizaron en pequeñas cooperativas para tener un mejor vínculo con las autoridades y un mayor poder de negociación ante los acopiadores que definen los precios. Así nacieron decenas de cooperativas de cartoneros en las periferias de las grandes ciudades argentinas.
La Cooperativa La Victoria, en la ciudad de Córdoba, se creó como una necesidad. Ahora aspira a ir más allá de su propósito inicial de lograr mejores precios y lidiar con las autoridades. Sueña con reparar su ambiente y restablecer el equilibrio con la naturaleza que, en ciudades como Córdoba, se ha perdido. Pero para entender la historia de esta cooperativa antes hay que conocer la historia de una de sus fundadoras y presidenta: Teresa “Pity” Tissera. La Abuela.
La abuela que quiere cambiar el barrio marginal
Teresa Tissera tiene 70 años, pero aún conserva la agilidad de los jóvenes. A Teresa casi nadie la conoce como tal en “su barrio”: allí es Pity o, simplemente, Abuela. Y es que decenas de sus casi 90 nietos viven a escasos metros de aquí, en el antiguo asentamiento ahora urbanizado, conocido como “La Favela”, en el barrio de Villa Urquiza, ciudad de Córdoba, a 800 kilómetros de Buenos Aires, la capital de Argentina.
Cuando Pity era joven, el monte y el río le proveían todo lo que necesitaba. Frutales, huerta, gallinas, agua para los caballos, miel salvaje. Un almacén natural a su disposición. Pero en 2024 el arroyo sólo arrastra malas noticias. Foto: Ignacio Conese
Tissera conoce la adversidad mejor que nadie. Tenía dos años cuando la llevaron a vivir a un hogar para niños por una medida judicial que, junto a dos hermanos y una hermana, la despojó de su familia. Pasó 13 años allí. A diferencia de sus hermanos, nunca fue adoptada.
“En realidad me adoptaron una vez, pero me regresaron al hogar de nuevo al poco tiempo”, recuerda en una conversación con TRT Español desde el comedor de su casa. “Se ve que no me portaba bien o no me quisieron”.
A los 15 años, Tissera dejó el hogar sustituto. Conoció a su pareja y partieron al monte, a la orilla del río, no tan lejos de donde vive ahora.
“Pero antes no había nada de esto”, dice la Abuela, mientras abarca con la mirada la miseria que todo lo cubre. “Era solo monte”, aclara. Ese monte hoy ya no existe y el río cristalino que recuerda Pity ahora baja contaminado. Cuando ella era joven, el monte y el río le proveían todo lo que necesitaba. Frutales, huerta, gallinas, agua para los caballos, miel salvaje. Un almacén natural a su disposición. Pero en 2024 el arroyo sólo arrastra malas noticias.
Teresa “Pity” Tissera junto al mural original que le dió nombre al barrio. Foto: Ignacio Conese
A inicios de la década de 1970, una noche de verano, el río se desbordó repentinamente y se llevó con él todo lo que tenían. Sólo pudieron salvar sus vidas y a los animales.
Una tía de su primer marido les ofreció instalarse en un rancho en Villa Urquiza, en un basural a cielo abierto. Un rincón de tierra abandonada, entre desperdicios y humo, a orillas de un arroyo que alimenta el río Suquía, llamado a tono con el paisaje El Infiernillo.
Allí, Tissera crió 16 hijos. Enviudó y volvió a casarse. Y siguió y siguió. El basural se transformó en el telón de fondo de su vida.
El ingeniero que se sumó para transformar la villa
Diego “Tara” Villarruel con el arroyo El Infiernillo de fondo, a unos 500 metros corriente arriba de La Favela. Foto: Ignacio Conese
Diego Villarruel, secretario de la Cooperativa La Victoria, detiene su gastado Renault gris al lado de un puente sobre un arroyo. Un perro callejero se acerca, mientras Villarruel señala aquí y allá: “Este arroyo da al barrio. Acá vienen y tiran toda clase de residuos, hasta arrojan grandes escombros con camiones. Hay un complejo de torres que tira sus aguas servidas a unos kilómetros arroyo arriba”. Y ese es precisamente el gran desafío de Villarruel: limpiar ese arroyo. Limpiar El Infiernillo.
Villarruel es ingeniero metalmecánico. Cuando no cumple sus largas jornadas en la metalúrgica donde trabaja, “Tara”, como lo conocen todos, se ocupa de negociar precios de papel, aluminio o vidrio con los grandes acopiadores. O mantiene reuniones y llamadas con funcionarios municipales, provinciales, legisladores, sindicalistas, quien sea que haga falta para convertir este lugar en un sitio digno y urbanizado.
Este año el gobierno provincial avanza en la construcción de los cordones cunetas y cloacas. Foto: Ignacio Conese
La militancia política lo trajo hace más de una década a La Favela. Buscaba salir de la discusión de ideas y teorías ideológicas, y pasar a la acción. En La Favela encontró el desafío que buscaba: una montaña con toneladas de residuos, un arroyo tóxico, y un centenar de familias que vivían allí dentro de la basura y de la basura.
Por entonces, el asentamiento resistía un segundo intento de desalojo por parte de las autoridades. El primero, en el 2000, había fracasado.
“Aquella vez nos quisieron reubicar dándonos casas muy bonitas y prolijas, pero a 20 kilómetros de acá, en las afueras de la ciudad. Lejos de nuestros circuitos de recolección, sin ninguna otra fuente alternativa de trabajo. Pero no solo eso, lejos de cualquier centro de atención médica, sin nada que hacer en caso de una emergencia”, retoma Tissera sobre esa primera intervención del Estado, en este caso provincial, para erradicar el asentamiento.
El potrero del barrio, al lado del único algarrobo viejo que sobrevivió al desmonte de las obras de ampliación de la costanera. Foto: Ignacio Conese
De villa miseria a barrio humilde
Gracias a una lucha de años consiguieron que las autoridades desistieran de desalojarlos y, en lugar de eso, les otorgaron títulos posesorios para sus parcelas. Lograron que limpiaran la montaña de basura, trazaran calles y reemplazaran los ranchos por módulos habitacionales con agua corriente, baño, cocina y electricidad. De ese modo, La Favela dejó de ser una villa miseria y se convirtió en un barrio humilde, pero barrio al fin.
No fueron los únicos logros. Como cooperativa, consiguieron becas del Estado. Cambiaron caballos cansados, que empujaban los carros para recolectar cartones, por camionetas usadas. Y gracias a un programa de la Universidad Nacional de Córdoba pasaron del choque con organizaciones ambientalistas a la cooperación permanente.
Un niño juega en una de las hamacas de la placita que lograron instalar y que hoy está en parte anulada por las obras cloacales que el barrio tanto necesita. En el fondo, otro niño quema basura. Un estudio de la Universidad Nacional de Córdoba encontró que el 40% de los niños del barrio sufren enfermedades respiratorias crónicas producto de las quemas. Foto: Ignacio Conese
“Pero bueno”, dice Tissera mientras suspira con el sol de frente, y se apoya en uno de los paredones de contención del arroyo El Infiernillo, “aún nos falta mucho”.
Ese “mucho” para Tissera consiste en recuperar el pasado de ese paisaje que ella conoció de joven. Hace años trabaja sobre ello y ya cuenta con el apoyo de las autoridades provinciales para lograrlo.
¿Qué se propone la Abuela? ¿Con qué sueña en voz alta, aquí en medio de esta tierra por la que nadie daba, tiempo atrás, ni dos centavos?
Unos niños juegan a orillas del arroyo El Infiernillo entre restos de grandes podas. Foto: Ignacio Conese
“Buscamos que este lugar se convierta algún día en el arroyo y el monte de mi infancia”, aspira Tissera. “Un lugar verde llenos de talas, espinillos, zorritos, tacuaras, abejas y miel salvaje”. Un sitio que pase de ser El Infiernillo, y se convierta, al fin, en verdadero hogar.