El síntoma que revela la causa de los disturbios racistas en Reino Unido

La mayor parte de los racistas que promovieron la violencia del Reino Unido no son antisistema, sino hijos del sistema que expresan el síntoma. Se sienten olvidados y quieren protagonismo.

Agentes de policía se enfrentan con manifestantes que protestan contra la inmigración frente al Holiday Inn Express en Rotherham, Inglaterra, el domingo 4 de agosto de 2024. / Foto: AP.
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Agentes de policía se enfrentan con manifestantes que protestan contra la inmigración frente al Holiday Inn Express en Rotherham, Inglaterra, el domingo 4 de agosto de 2024. / Foto: AP.

Los disturbios racistas de Reino Unido han mostrado la peor cara de nuestro frágil mundo. Son lo que los psicoanalistas lacanianos llaman un síntoma, es decir, un significado reprimido en lo inconsciente que manifiesta su significante en su forma.

Podrá sonar pretencioso y poco pragmático usar el psicoanálisis, pero no deja de asombrarme que en este caso se pueda usar como una herramienta tan clara para entender lo que está pasando.

La violencia no es el síntoma sino el significante, la forma de lo reprimido que en este caso es el sentimiento de olvido. El síntoma es un malestar sistémico frente al día a día y el agente que provoca la represión es el neoliberalismo, agresivo y violento. El neoliberalismo es el que crea un deseo profundo al cual el individuo no puede acceder. ¿Y la cura? Pues parece que no la hay, de momento.

Los efectos de ese neoliberalismo, del reino de la cantidad que decía el filósofo francés René Guénon, son devastadores. Todo es número, todo se puede comprar y vender; ha devorado el bienestar y lo ha cambiado por el deseo, ha devorado a los «otros» y los han convertido en «nosotros», intenta homogeneizar identidades ajenas y, de vez en cuando, permite expresar el odio que se genera por reprimirnos nosotros mismos a través de esta violencia o del neo-puritanismo de la ideología woke siempre en un ejercicio de compra y venta.

Y así creemos que somos libres. El dinero, el poder, la violencia y una sexualidad desmedida son cuatro estímulos que el ciudadano medio desea, pero a lo que nunca llega, ¿curioso? ¿No se parece a lo que anhelan los que han participado en las protestas? El filósofo Jean Baudrillard lo llamaba hiperrealidad.

El problema es que un exceso de hiperrealidad, que el propio Baudrillard ponía como ejemplo nuestras sociedades actuales bajo las imágenes de Las Vegas o Disneyland, causa esquizofrenia. La esquizofrenia que ha propiciado el capitalismo y que los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari diagnosticaron en su Capitalismo y Esquizofrenia.

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Durante 70 años —unos pocos menos en España— hemos experimentado este sistema, primero socialdemócrata y luego neoliberal, en gran parte de nuestro mundo, la mayor parte de forma inconsciente. Vivimos «felices» sin saber bien qué es la felicidad. Creemos que nuestro mundo acaba en nosotros, nos da miedo el «otro». Deseamos el deseo, imposible de conseguir, y pagaríamos lo que hiciera falta por tenerlo. Y los dueños de las industria del deseo se empeñan en alimentárnoslo y producirlo. Y nos hicieron creer, y aceptamos creer, que seríamos como los actores y las actrices, y deseamos unos cuerpos diez, y criticamos al que no lo tenía y un día nos dimos cuenta de que nada de eso era real…

Aquí, después de esta larga introducción, comienza la historia que nos concierne. Estamos en un momento donde el síntoma de toda esta represión violenta ya no se esconde y se manifiesta sin tapujos. El fracaso de las socialdemocracias europeas —convertidas en espacios de lucro personal de los políticos y pícaros varios— ha llegado sin alternativas, pues los sistemas desgastados, como los ciudadanos, se rompen. La gente ha dejado de creer en aquel proyecto de posguerra, amparado en una política dual y una moral puritana: «Prohibido prohibir» — rezaba un grafiti en el Mayo del 68 francés. El internacionalismo y el progreso se han convertido en un espacio complejo de gestionar, y ¿por qué? Porque por el camino se ha dejado a muchos…

Las políticas de progreso, que hipócritamente encubrían la voracidad del neoliberalismo, nos han hecho odiar a los «otros», al «extraño», al «extranjero» y, sobre todo, a la solidaridad y al cosmopolitismo. ¿Nos acordamos de Margaret Thatcher o Ronald Reagan? Al neoliberalismo no le interesa que seas cosmopolita, que respetes a tu vecino o que aprendas de él, sino que seas un turista que consuma en una franquicia clónica a miles de kilómetros de tu casa, que tus intereses nunca se muevan y que tu mente no tenga que hacer esfuerzo alguno.

La mayor parte de los racistas que promovieron la violencia de Reino Unido no son antisistema, sino hijos del sistema que expresan el síntoma. Quieren dinero, poder y sexualidad, pero se tienen que conformar con X y un deseo que se ha transmutado en violencia. Se sienten olvidados y quieren protagonismo. Y en ese deseo de enfrentarse han atacado a la comunidad musulmana británica y ¿por qué? Porque ellos han tenido una capacidad mayor para «puentear» al neoliberalismo.

El Islam británico goza de buena salud, sus comunidades son fuertes y prósperas, el crowfunding y el zakat funciona entre ellos así como cierta abolición de la usura y la promoción de la justicia social. Reino Unido ha promovido, dentro de sus valores constitucionales, el fomento de una sociedad donde la libertad privada prevalezca sobre la identidad nacional. Y ha funcionado, pero requiere de autogestión.

Los musulmanes se han autogestionado, han cuestionado, mientras los “white trash” (basura blanca) —término que los sociólogos dan al grupo social que ha iniciado la violencia— no. Comunidades que han sido arrasadas, cuyas empresas han sido desmanteladas y a las que se les ha alimentado con odio. Se les prometió el deseo, pero no tienen nada.

Si cualquiera se mira en ese espejo, ese en el que se miran los “white trash”, se produce una sensación muy incómoda, la envidia le corroe. La libertad liberal, como la británica, exige de comunidad y autogestión, necesita de una comunidad con valores fuertes que protejan a los individuos de las tentaciones.

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Los manifestantes atacaron al menos dos mezquitas durante las protestas a comienzos de agosto. (Reuters)

Por supuesto que la comunidad musulmana no es perfecta, pero los padres musulmanes asiáticos —los casos que yo mejor conozco— se esfuerzan porque sus hijos sean mejores y puedan autogestionar su vida con un objetivo. ¿Es perfecto? Seguramente no, pero previene de ciertos deseos destructivos del neoliberalismo.

Los bulos alimentan la violencia; los neonazis y neofascistas como Tim Robinson, fundador de la EDL (Liga de Defensa Inglesa), se preparan para recapitalizar sus bases con gente envidiosa, cansada e ideologizada. Usan un concepto tan manido como la raza, ¿de verdad? Pero curiosamente les funciona, creen que la esencia está en la raza, en el lenguaje o en dónde nacieron sus ancestros.

Y así captan a sus seguidores. Ya tienen a los “white trash”, a los “hooligans”, ahora van por las clases medias que, desorientadas, necesitan expresar su malestar contra esos políticos y pícaros que como Boris Johnson parece reírse del sistema y de sus electores.

¿Y las víctimas? Hay donde elegir, los primeros los «diferentes», los que no son lo «normativo»; los siguientes los cosmopolitas y los que gustaban de un mundo plural; y, por último, esos violentos que representan el síntoma, que un día fueron como tú y como yo.

Como decía al principio no hay cura directa ante este síntoma. Pero, quizás, la mejor forma de parar esa violencia es como hicieron en Walthamstow, donde 8.000 personas hicieron una marcha para defender a sus vecinos de los violentos.

Nunca la violencia puede silenciar a la violencia. Gente que convive y vive en comunidad con los que son diferentes y, a la vez, similares a ellos; que aprenden de sus valores y que enseñan lo que podría mejorarles. ¿Y si cambiáramos el desear neoliberal del individuo por el compartir comunitario?

A lo mejor nos daríamos cuenta de que la gente a la que decimos «extraña» tiene mucho más que ver con nosotros que con quienes los azuzan en el X de Elon Musk clamando por una falsa identidad compartida, hiperreal, que no existe.

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